
“Sigo creyendo que el único tema de la poesía es la poesía misma y que por eso puede hablar de todo, de política, de revolución, amor, abandonos, mientras sea poesía”, dijo y repitió Gelman, y es lo que hizo hasta su reciente muerte, sin por eso conseguir que le sacaran de encima las etiquetas. No fue por su poesía que a Gelman lo proscribió la última dictadura y lo persiguió luego el Poder Judicial, sino en tanto dirigente de Montoneros, pero sí debió a una real o presunta condición de poeta “militante” y a otros aspectos vinculados con ella la otra proscripción que sufrió, no ya su persona sino su poesía, en los años de la postdictadura, cuando los flamantes demócratas a cargo del campo literario argentino la encontraron descartable o perimida, a pesar de los intentos de Fogwill para que se reconociera en Gelman al “gran poeta nacional”. Se lo asociaba a la ingenuidad política, a un sentimentalismo costumbrista que sonaba poco serio o a una suerte de “autoritarismo discursivo”, y, sobre todo, a un período ya superado de la vida argentina del que había que limpiarse como de una peste o un mal recuerdo, no sólo en lo político: también, y mucho, en lo cultural.

En un contexto nacional muy diferente, aquella visión de la poesía de Gelman se parece bastante a la que hoy expresan algunos poetas argentinos, los que representarían, se supone, el “espíritu de la época”, cuando recurren para describirla a términos como “ternurismo”, “tanguero”, “sentimental”, “piadoso”, “pose de iluminado”, “poesía blanda” o “poesía de buenos y malos”. ¿Se puede de veras comprobar que hay, si uno busca en los poemas de Gelman, tanto sentimentalismo, tanto afirmarse en un punto de vista seguro de sí y que hace de la poesía un instrumento de batalla? Yo no lo veo, pero bien puede ser una cuestión de criterios; lo que me llama la atención es que no se alcance a ver ninguna otra cosa en esta poesía, y que no sólo eso les pase a los que la consideran caduca o improcedente. “Un cantor de los barrios pobres”, escribió, por ejemplo, Osvaldo Bayer, hace poco, cuando es poco menos que imposible encontrar algo así como un “barrio pobre” en los casi cuarenta libros de Gelman. O las “palabras de la calle” y el “lenguaje sencillo” que celebraron varios de los que en estos días salieron a recordarlo, ¿dónde los vieron, como no sea en unos pocos poemas de los primeros libros? “Esa alma que alzó vuelo de su tristeza con escondido amor, de tantos rostros abrevada, ya dada, despojada, que viene y va, temblando de coraje”, se dice en Salarios del impío. ¿Lo leyeron, a ese y a otros poemas de Gelman, los que lo alaban o cuestionan?
Algunos sí, lo leyeron, pero no es esa la sensación que me queda cuando, pasadas ya unas tres semanas, reviso los escritos que suscitó su muerte. Encuentro, en cambio, dos evidencias: que casi nadie parece haber leído los libros aparecidos en los últimos veinticinco o treinta años, desde que la tentativa de Gelman se disparó hacia zonas hasta entonces insospechadas, y que el Gelman del que por lo general se habla no es el que está en los poemas. De un personaje público hablan, o de una leyenda. Que Gelman fue un personaje público no hay duda, ni de que ese personaje merece mucha atención, pero que se lo haga al precio de desatender su poesía, o de utilizar su poesía en función del personaje público es pasar por alto lo principal. ¿Qué? Que Gelman no es otro de los buenos o muy buenos poetas, y ni siquiera es solamente el “gran poeta nacional” que vio Fogwill: es “uno de los mayores de nuestra lengua”, diría, o “uno de los más grandes del siglo XX”, si esas no fueran fórmulas que ya nada dicen. Digo, entonces, a falta de mejores palabras, que lo suyo está en otro nivel y merece otro tipo de abordaje. No por la cantidad de premios y honores que acumuló, sino por las inusuales características de todo lo que se atrevió a hacer, y por lo que ese atrevimiento le permitió abrir, replantear, inaugurar, reformular, poner en juego. Refundar la poesía: que llegue a ser algo que nunca antes la poesía había sido. Encontrar para las palabras posibilidades que hasta entonces no se conocían, lo que también implica otras posibilidades de pensar y sentir el mundo.
¿A eso se deben entonces tantos honores y distinciones? ¿O al personaje público? A una combinación de ambas facetas, probablemente, no sin notar, de paso, el recelo que genera la condición de “poeta laureado” o “figura de la cultura”, habitualmente asociadas, no sin motivos, a una petrificación estatuaria, una pose oficial de estampita para venerar obedientemente. ¿Pasa eso con Gelman? No faltan, seguro, los que lo piensan, y no me queda ante esa prevención otra respuesta que proponer “vayan a los textos, y, sobre todo, vayan a lo que escribió Gelman entre un premio y otro, entre una ceremonia y otra”. Va a ser difícil, o directamente imposible, encontrar ahí algo escrito en función del rol de Poeta Consagrado. Ya en el epígrafe que abre su primer libro, Gelman hablaba de la poesía como algo extraño y ambiguo que uno trata de aferrar sin lograrlo, una acuciante “manía” a la que se dedicó paralelamente a las muchas otras cosas que hizo, cohabitando con ellas. En nada afectaron a esa búsqueda los honores, porque la escritura nunca tuvo nada que ver para Gelman con la producción para entrar en tal o cual circuito o para satisfacer tal o cual expectativa. Específicamente política o no, emotiva o no, reflexiva o no, “entendible” o no, no hizo otra cosa la poesía de Gelman que tratar una y otra vez de aferrar un “algo” inaferrable que la convocaba, de modo de que algo de esa persecución quedara −los poemas− expuesto al azar de las lecturas, y en ese movimiento envolver casi todos los temas que en la poesía pueden caber y casi todas las inquietudes que pueden movilizarla, pero para tomar nota de eso, por supuesto, lo que primero que hay que hacer es leerlo.