Cultura

10-10-2013 00:14 - ALFRED HAYES

No hago otra cosa que pensar en ti

En Mi perdición, el escritor británico Alfred Hayes retorna sobre los malentendidos, encuentros y desencuentros del amor o del amor-pasión para desmenuzar a esas especies con un estilete demasiado filoso a la hora de hacerse ilusiones de socialización burguesa.

Por Pablo E Chacn
Por Pablo E. Chacón
10-10-2013 | 00:14
Telam SE
Si el título no lo dice casi todo, esta novedad, recién publicada por La Bestia Equilátera, se recomienda al lector sumergirse en las procelosas aguas que tendrá que atravesar Asher, el protagonista, a fin de encontrar alguna forma de pacificación.
 
El escritor es un maestro en el manejo del tiempo, y las entregas, en dosis convenientes, de crueldad y humor negro, esos instrumentos que le permiten narrar una capitulación como si fuera otra variante de los buenos modales.
 
Hayes nació en Inglaterra en 1911, se crió en Nueva York donde falleció en 1985. La leyenda cuenta que cumplió alguna misión en Italia durante la segunda guerra mundial y que colaboró como guionista de Roberto Rosselini y Vittorio de Sica.
 
Poeta y periodista, vivió, como Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner, en la meca del cine, Hollywood, con suerte dispar. En la Argentina, su conocimiento habrá que agradecérselo a Luis Chitarroni, editor de LBE, quien publicó Los enamorados y Que el mundo me conozca.
 
¿Existirán los incondicionales de Hayes? Es probable. Sus historias, lentas, morosas, circulares, suelen ser asfixiantes, ridículas, desgarradoras y quien las empieza puede imaginar cómo irán a  terminarán pero no puede dejar de leer.
 
Asher huye de la costa oeste cuando descubre que es engañado por su mujer; es guionista, tiene un dinero ahorrado, decide volver a Nueva York, donde alguna vez creyó ser feliz o fue feliz y donde alguna vez se curó de una pena de amor o eso creyó.
Duerme dos días y decide recuperar su ciudad pero como en Mi ciudad perdida de Fitzgerald, nada es como fue ni como esperó que fuera. Sus parientes lejanos no lo reconocen o lo confunden con quien ya dejó de ser. Asher, como cualquiera, no tiene más alternativa que inventarse un presente, que siempre viene del futuro.
 
Descubre que la mayoría de sus conocidos están muertos. Nada memorable tuvo lugar. Habían tosido y muerto; una vena se había inflamado por la gota, y habían muerto; se había producido una hinchazón anormal, y habían muerto, piensa Asher, escribe Hayes.
 
Y más: conocía bien a mis amigos: el silencio en el que murieron llevaba mucho tiempo apoderándose de ellos, y en el final, en los intervalos entre el dolor y los calmantes, algo se había asomado a sus ojos.
 
No habían tenido nada que decir, ni siquiera a sus hijos, y tenían hijos. No habían dejado legado alguno. Ninguna advertencia; ningún consejo; ninguna recapitulación. Puede que el silencio los ocupara con la misma perfección que la enfermedad (…) La enfermedad del silencio.
 
Asher no cede. En algún momento, la novela, entre diálogos desopilantes con un pariente al que dobla en edad, y quiere escribir, discute, sospecha, se entusiasma. Se entusiasma con una jovencita y todo parece dispararse para el lado de Lolita. Pero no, ese costado no prospera.
 
Mi perdición es la de todos y cualquiera pero no cualquiera la pone en palabras con la sobriedad y el pudor de este trasplantado a los Estados Unidos que entendió que en esa nación para un desierto, la existencia misma puede ser un desierto. Por mucho placebo y muchas poses que se adopten.
 

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